Lo recuerdo como un soleado y algo bochornoso sábado de inicios de mayo. Tras un corto período de trámites burocráticos, en el seminario marista del Valle Hebrón, entramos en una gran sala de la planta baja. Sentados en un enorme círculo, Yungala, un aborigen australiano y director del taller, nos preguntó si había alguien que nunca hubiese oído nunca el didjeridu. Alguien levantó tímidamente la mano. Yungala comenzó a soplar un tubo de madera, arqueado, de algo más de un metro de longitud, bellamente decorado. Durante algo más de cinco minutos una explosión sonora llenó la …